domingo, 28 de junio de 2009

un cuento o viñeta producto de mi visita a Uruguay en 2008

Good bye, Gustavo.

Colombia, Santa Fe de Bogotá, 17junio 2009.


Estimados amigos:


Tardé cerca de un año, pero finalmente me animé a escribir y terminar un cuento o viñeta sobre un personaje uruguayo menor "invisible", con quien estuve en contacto en ocasión de mi visita a Uruguay en 2008. Es antes que nada un cuento idiosincrático, un producto muy personal de mis propias obsesiones y preocupaciones, provenientes de un autor también "invisible" que pertenece a una generación al borde de la tercera edad y que probablemente no verá las banderas sobre las torres, por más que crea y pregone que esas banderas se izarán en el futuro.

La anécdota tiene un trasfondo político uruguayo, y refleja, conel pretexto de un estudio indirecto de carácter, la corrupción de una gran parte de la izquierda uruguaya. A manera de un retrato de Dorian Gray político, la evolución del perfil de un personaje se revela a través de una conversación telefónica, y representa la involución de nuestra izquierda.

Causas varias de esa involución, no las incluyo en este cuentito.

Pero están expuestas crítica y lateralmente muchas de sus manifestaciones negativas, que repugnan al otro personaje del cuento.

Rescato el contrapunto de los personajes y algunos apuntes sicológicos periféricos. A pesar de lo trágico del tema (no es nada divertido reconocer y hablar de la involución de la izquierda uruguaya), el cuento no renuncia a introducir pinceladas de humor e ironía. Algunos ejemplos de ello son el apunte de que uno de los personajes escucha con el teléfono pegado a su oreja izquierda que termina sudada e

irritada por la larga conversación, o la explosión calculada delresumen del perfil del personaje que se ha corrompido, o la pequeña vuelta de tuerca con que concluye el cuento.

Viendo las cosas buenas y optimistas, en algún momento, el cuentito se hace un tiempo para por un lado confirmar la validez y acierto del compromiso pasado de nuestra izquierda y por otro lado rescatar con un sentido finalista optimista, positivo, la superación del presente estancamiento de la lucha de clases en Uruguay.

No tengo más que a Uds. para compartir este opúsculo (más de lo primero que de lo segundo). Obviamente no puedo compartirlo con los blandengues de Brecha (que han resultado ser unos adulones delregresismo FA), ni con los neoempresarios fasanistas-valentinistas de La República o de Caras y Caretas. Y por supuesto descarto a Búsqueda y a El País, ¿no les parece?. Así que les estoy enviando a Uds. el cuento o viñeta como archivo adjunto a este mensaje electrónico.

Espero que alguien pueda invertir tiempo en leerlo y me haga llegar sus impresiones. Si nadie lo lee, al menos el ejercicio de su escritura ha aliviado en cierta medida la tensión asociada a mis obsesiones y mis asignaturas pendientes. Eso ya fue ganancia.

Reciban mis cordiales saludos,


Ing. Jorge González Pérez

Avenida Gral. Simón Bolívar 451, Santa Fe de Bogotá, Colombia

E-mail: jorgegonzalez1001@yahoo.com

Nota: los personajes y situaciones de este cuento son totalmente producto de la ficción. Cualquier similitud con personas o hechos reales es pura coincidencia y azar.

¿Qué hago ahora?, me pregunté. Estaba terminando mi café en la cocina de la casa de mi hermano. Ya había conversado largamente con él, ya había consultado mi correo electrónico en la computadora, y también había telefoneado a mi hermana y a mi tía. Concertamos una comida familiar para el día siguiente, en casa de mi hermana. Mi hermana cocina como las diosas, hereda las cualidades de mi tía. Además, es rápida y eficiente en la cocina. El objetivo principal de mi visita de un mes a Uruguay cada tres años se estaba cumpliendo: había venido a disfrutar la compañía de mi familia más íntima y ponernos al día sobre lo pasado, la actualidad, y el incierto futuro, entre cafés, tés, y mates.

Era tarde en la tarde o temprano en la noche de un día muy frío de otoño a mediados de mayo. Pensé en seguir leyendo aquel libro sobre el neoliberalismo. Me entusiasmaba que la autora estuviera cerca de una síntesis de la nueva forma que ha tomado el capitalismo a fines del siglo XX y de lo que corre del XXI, al que yo denomino capitalismo III y también es conocido como neoliberalismo, capitalismo salvaje, y otras más. Los clásicos analizaron y disecaron sistemáticamente el capitalismo industrial y mercantil (el capitalismo I). Después, Lenin caracterizó la siguiente mutación del capitalismo, al que llamó imperialismo. Conversando con mi hermano y con algunos pocos amigos de confianza, comentaba que para mí el nombre de “imperialismo” para la fase del capitalismo de finales del siglo XIX y primera mitad del siglo XX no era afortunado porque en nuestras mentes la palabra imperialismo está ligada con la monarquía absolutista, no con el capitalismo; yo prefería llamarlo capitalismo II. También les contaba que me parecía que todavía existe un vacío en el análisis y caracterización sistemática del capitalismo III. Compartía con ellos mi ansiedad de que un buen y acertado conocimiento del enemigo es un requisito para luchar efectivamente contra él, aunque dicho conocimiento por sí solo no sea una garantía de triunfo. Ese libro parecía tener varias respuestas. No es que uno sea un activista, pero al menos uno debe esforzarse en tener los conceptos claros.

Cuando me levanté para buscar el libro, me desvié y fui hacia mi portafolio y tomé mi agenda. Voy a telefonear a Gustavo, me dije. Gustavo es un viejo conocido del 69 de la Facultad (¡Uf!. Siglo pasado, qué viejo que estoy). Lo conocí como un militante izquierdista abnegado, firme y consciente, de 21 años, estudiante universitario con dificultades porque se había independizado de su familia típicamente pequeñoburguesa y se ganaba la vida con una academia de matemáticas y química. Y generoso con los cigarrillos (y eso es mucho decir en tiempo de crisis); en cada reunión de nuestra agrupación política ponía su cajetilla de cigarrillos sobre la mesa a disposición de todos. Hace tres años, cerca del fin de mi visita pasada a Uruguay, había conseguido tardíamente su teléfono y entonces mantuve con él una llamada telefónica breve y sobre el estribo.

Me propuse ahora tener una conversación telefónica más larga, con más detalles recíprocos, y acordar un encuentro personal en algún bar-café que le conviniera, con el pretexto de degustar unas pizzas y cervezas. Muy probablemente, pensé, sea el propio Gustavo el que proponga la reunión. La cuenta a mi cuenta; ‘no problem’, pues mi visita está subsidada por mis hermanos por lo que no pago ni alojamiento ni comida, me queda todavía bastante dinero del que traje para mi visita, y yo soy el que estoy de vacaciones….

-“Buenas noches, ¿está el Ingeniero Gustavo Trápani?”

-“Habla con él.”

-“Qué tal, Gustavo. Soy Jorge, de la Facultad, que se fue a Colombia.durante la dictadura ¿Te acordás? ¿cómo has estado todo este tiempo?”

-“¡Ah, Jorge, qué alegría!, Tantos años de no vernos. Y ahí estoy marchando, creo que bien. Te noto un acento raro”

Lógico, resulta que mi acento es un mestizaje del acento rioplatense y el colombiano. Hablamos un poco actualizando el conocimiento sobre nuestras respectivas familias, hijos grandes, nietos, nietos en camino. Seguí con mi recuerdo minimalista de las reuniones estudiantiles,

-“Che, Gustavo, siempre me acuerdo de los cigarrillos negros La Paz que ponías en la mesa y convidabas en las reuniones de agrupación. Yo no era fumador, pero de todas maneras me fumaba alguno de los tuyos, por oportunista. ¿Todavía fabrican esa marca?”

- “Qué tiempos aquellos… Mirá, Jorge, no sé si todavía hacen esos cigarrillos. Dejé de fumar hace 20 años.”

Contesté con una exclamación de aliento y ánimo por ese esfuerzo. Después le pregunté algo de lo que me arrepentí, por torpe

-“¿y qué tanto extrañás el cigarrillo?”

-“Bastante, pero me sobrepongo.”

-“Bueno, yo ahora en esta visita estoy fumando unos liados a mano con tabaco Cerrito, para acompañar el café. Además, me dí cuenta que si uno tiene que liar sus cigarrillos, entonces se fuma menos.”

-“Eso sí, pero yo ya no fumo ni liados ni cigarrillos comerciales.”

-“Seguí así, Gustavo. No sabés cuánto me alegro. ¿y qué has hecho con la ingeniería? ¿todavía tenés la Academia?”

- “No, eso ya quedó en el pasado profundo. Hace como unos quince años conseguí trabajo de ingeniero en una fábrica de cepillos. Ahora soy gerente. No te imaginás todo lo que tuve que aprender por mí mismo. Sobre ensayos de duración para cepillos, materiales, plásticos, polímeros. Tuve que aprender y desarrollar un montón de cosas que no te enseñan en la Facultad.”

Lo que me describía Gustavo coincidía con mi visión de que la Facultad no es ni debe ser una enciclopedia para todo trabajo, sino una etapa formativa. Le contesté en contrapunto

-“Claro. Yo creo que la función de la enseñanza superior es darnos una formación general y sólida, y nosotros después utilizamos esa base para los desarrollos particulares que nos plantee el trabajo.”

-“No, Jorge, pero vos ya sabrás lo mal que está la Facultad. Es una murga, como toda la Universidad. La gente que sabe está afuera de la Universidad.”

Tragué saliva. No me esperaba esa gambeta. Que la gente que sabía estaba fuera de la Universidad fue característico del período dictatorial, cuando la dictadura cívico-militar echó o sumarió o forzó al exilio profiláctico a los mejores y más experimentados profesores universitarios. La dictadura tuvo que re-arrancar la Universidad con un montón de profesores jóvenes e inexpertos o veteranos de casi cuarta edad rescatados de sus ataúdes, profesionales jubilados de derecha, sin el perfil académico correspondiente.

Realmente no podía creer que eso ocurriera ahora también después de 25 años de la caída de la dictadura. Más bien pensé que Gustavo estaba exagerando. Le contesté con una frase que, con amabilidad, dudaba de la visión gustaviana de la Universidad. Le dije algo así

-“Che, Gustavo, es que la función de la Universidad no es generar todólogos. A pesar de estar fuera del país, yo conozco algunos profesores y me consta que son dedicados y que mantienen un muy buen nivel. Como en todas las cosas, puede ocurrir que en algún campo del conocimiento haya algún profesional independiente de la Universidad que sepa mucho de su especialidad. Pero eso no descalifica a la Universidad, sino todo lo contrario.”

Gustavo dejó de insistir en la supuesta incapacidad de los académicos universitarios actuales. Había sido solamente la antesala a lo que después me dí cuenta era su autobombo, que siguió así

-“Me convertí en un experto en cepillos y en plásticos. Me llamaron de la Asociación para que les diera una conferencia. ¿qué me decís?”

-“Felicitaciones, Gustavo. Me alegro muchísimo de que tengas el reconocimiento a tu capacidad técnica.”

-“También me invitaron de la Asociación Técnica de Fabricantes de Cepillos de Paraguay para que les diera un cursillo…”

Dejó la frase en suspenso, no me preguntó nada esta vez. Pero por paralelismo, intuí que Gustavo esperaba una frase mía de aliento. Así que otra vez,

-“Fabuloso, Gustavo. ¡Qué bien que estés recibiendo el debido reconocimiento a tu esfuerzo! “

-“Y además, me llaman para que participe en el Congreso que hacen cada tres años…”

Otra vez el suspenso; decidí seguir con el ritual

-“Maravilloso, Gustavo. Son muy buenas noticias.”

-“Sabés, es que en la fábrica desarrollé un proceso para hacer las cerdas de los cepillos con plástico reciclado, y también los mangos.”

Chocolate por la noticia, hay muchísima información detallada sobre ese tema en libros sobre reciclaje de plásticos. Pero de todos modos, existía la probabilidad de que Gustavo no tuviera acceso a esa información y hubiera hecho un desarrollo “criollo”, propio. Valioso. Así que una vez más Jorge al aliento

-“Qué bueno, Gustavo, que hayas desarrollado con éxito tu capacidad creativa también. Lo que has hecho es muy importante para cuidar la calidad del medio ambiente y además para reducir costos de producción.”

-“Sí, Jorge. Soy un convencido de que la industria debe estar comprometida con el medio ambiente. Pienso que la industria debe ser responsable. Así que en la fábrica hicimos un convenio con algunas escuelas primarias para que los alumnos junten y nos traigan los envases de plástico. A cambio damos una ayuda a las escuelas.”

- “Realmente es una excelente iniciativa, Gustavo. Te felicito. Es muy positivo para todos. Por un lado, Uds. bajan sus costos de producción. Por otro lado, los niños se acostumbran a cuidar el medio ambiente, y por otro lado, las escuelas reciben ayuda. Me enteré que las escuelas tienen muchas necesidades, que muchas escuelas están en condiciones muy lamentables, con ventanas sin vidrios, falta de pupitres para los alumnos, filtraciones y humedades en los techos, las instalaciones sanitarias destrozadas y poniendo la salud de los niños en riesgo, y varias cosas más. Así que vuestra ayuda a las escuelas es muy importante ¿Qué tanto dinero le dan a las escuelas?”

- “No, no les entregamos dinero. A cambio les damos tres cepillos por escuela cada mes.”

-“¡Ah!”

Esta vez mi exclamación no fue de entusiasmo ni de aliento. Creo que reflejó una mezcla de desilusión en Gustavo y su fábrica, y de admiración por la fuerza de ánimo y compromiso de los niños que se aplicaban tanto al reciclaje a cambio de unos meros cepillos para las escuelas. Pero Gustavo estaba muy entusiasmado en su autobombo como para notarlo

-“Che, Jorge, tenés que visitar mi fábrica para ver todo lo que hice. La tengo preciosa, Es un primor.”

-“¿donde queda?”

-“Mirá, estamos en el kilómetro 31 sobre la ruta 1, saliendo un poquito de Montevideo.”

Ante cada anécdota que Gustavo me contaba sobre el reconocimiento tardío que estaba recibiendo por su capacidad técnica y sus éxitos, yo repetía una felicitación o una frase de entusiasmo. Si bien entendía la necesidad que todos tenemos de reconocimiento y valoración, especialmente cuando nos estamos haciendo viejos y queremos que aprecien nuestra experiencia, ya se estaba prolongando el tiempo del autobombo y comenzaba mi aburrimiento. Mientras repetía mecánicamente mis últimas manifestaciones de felicitación, me entretuve en estudiar las evoluciones de una polilla alrededor del foco de luz.

Un nuevo comentario que clausuraba el lapso de su autobombo y anunciaba un nuevo tema me hizo retomar el interés en la conversación y dejar de mirar la polilla.

-“Jorge, ¿sabés que hicimos como una barrita chica de rejunte con varios compañeros de Facultad? Cada tres meses nos juntamos para conversar y comer unas pizzas.”

- “Otra vez despertaste mi curiosidad, Gustavo ¿y quiénes son?”

-“Generalmente somos cinco. ¿Te acordás de Ricardo el de la motoneta? Bueno, él es uno. Y también con Francisco el Pata, el Pituco Eduardo, y Pedrito al que le decíamos el Sonaja.”

Hmmm. No contesté. Me pregunté para dentro “¿Gustavo, qué estás haciendo? ¿con quién te estás juntado? ¿estos son tus pares y con los que te sientes cómodo?” En nuestra época de estudiantes, Ricardo era un redomado egoísta, de posiciones de centro derecha. De las huelgas estudiantiles solamente le interesaba (y le molestaba) que perdía clases. El Pituco Eduardo era de la JUP. Ahora dirige una transnacional de origen gringo, me enteré de casualidad por Internet. Puede haber abandonado la JUP, pero no abandonó la ultraderecha. Francisco el Pata tenía otro sobrenombre. El Pata por su pie grande, y por contrapunto el cerebro pequeño; también le decíamos el BPN y no por Banco Popular Nacional sino por Bueno Para Nada. Era un inútil, incluyendo la Facultad. Me extraña que haya podido recibirse. Políticamente de derecha, un mutante joven colorado. Y de Pedrito alias El Sonaja, mejor olvidarse. Le decíamos así porque sonaba en todos los exámenes. Políticamente indiferente y académicamente incompetente. Como un rayo me pasó la idea de que sería terrible que a Gustavo se le ocurriera proponerme reunirnos para comer unas pizzas con él y su nueva barrita. Así que rogué a la Divina Providencia y a Marx que no se le ocurriera tal cosa, y yo por mi parte me propuse abstenerme de sugerirle un encuentro en un bar. Por suerte no tuve que rogar mucho.

De todas maneras Gustavo llenó el silencio de mi respuesta con otras noticias sobre sus éxitos técnicos y empresariales. La polilla seguía volando desenfrenadamente alrededor de la luz. Cuando todos los indicadores de nuestra conversación me estaban aburriendo o inquietando, Gustavo empezó un comentario que revivió mi interés y entibió mi esperanza

-“No sabés, Jorge, cómo están los sindicatos ahora. No son los sindicatos y obreros que conocimos…”

¡Ahá!, ahora me dirá lo que me dijeron mi hermano y varios amigos y que yo me resistía a creer. Va a hablar sobre la formación de una aristocracia sindical negociadora y transa, y nos pondremos melancólicos recordando nuestra juventud, con “obreros y estudiantes, unidos y adelante”, la participación solidaria de nuestra Agrupación estudiantil y el gremio estudiantil de nuestra Facultad en los conflictos de los sindicatos, y la lucha clasista de los sindicatos uruguayos de entonces. Para mis adentros, en una sucesión de reflexiones rapidísmas, me seguí diciendo “….claro, han pasado más de 30 años que me fui, y así como hubo derechización de una gran parte de la izquierda en Chile, en Brasil, en Colombia, en Italia, en España, puede haber pasado algo análogo en Uruguay. Ya son muchas las personas de mi confianza que me han hablado de la corrupción y desviación de una buena parte de la alta dirigencia sindical, del abandono de la lucha, de su participación en los festines de cargos gubernamentales, y varias cosas más...”

Ya me sé lo que sigue: el pobre Gustavo querrá participarme su disconformidad y tal vez su desmoralización. Debo prepararme para darle ánimo. Debo asegurarle con optimismo (un optimismo algo vacilante, debo reconocer, porque quiero creer pero siempre me asaltan las dudas) que la lucha de los trabajadores bajo condiciones objetivas más apremiantes que antes, recuperará la esencia clasista de los sindicatos y arrumbará en el galpón de cachivaches a esa dirigencia menos que reformista y más que oportunista de derecha.

-“Es que los obreros de mi fábrica son unos salvajes, dicen que la maquinaria les roba el trabajo, no saben lo que es una negociación. No sienten que la fábrica también es de ellos, y no quieren reconocer que la relación con los patrones debe ser de cooperación para que ganen todos…”, añadió Gustavo.

Me dio un gran vértigo. No lo podía creer, ni de Gustavo ni de los obreros. Balbucée mareado unas frases de incredulidad sobre la actitud de los obreros de la fábrica de Gustavo. Él siguió insistiendo con esa versión de obreros radicales salvajes, cercanos a un anarquismo primitivo. Ya no me concentré en sus aclaraciones, y mi memoria se retrotrajo a las grandes primeras revueltas obreras y huelgas de finales del siglo XVIII y principios del XIX. A aquellos obreros franceses de la revolución industrial que en sus atisbos de conciencia de clase saboteaban los telares trancando los motores de vapor y engranajes con sus zuecos de madera, también conocidos en francés como “sabots”. Si fuera verdad que los obreros de Gustavo eran como Gustavo decía, pues darán el paso siguiente de conciencia. Reconocerán que la maquinaria no es culpable, sino que el explotador es el dueño de la fábrica y sus colaboradores …. (y siguiendo con el flujo de la lógica, tuve que incluir a Gustavo entre ellos).

Finalmente, abandoné mis balbuceos y contesté con más aplomo y menos diplomacia, pero omitiendo cualquier comentario sobre la ya sospechada simpatía pro-patronal de Gustavo

-“No, Gustavo. Creo que estás equivocado. Es extraño eso que me contás de tus obreros. Pero si es así, los trabajadores de tu fábrica tienen buen instinto, aunque les falte camino por recorrer. Van a hacer su aprendizaje con la lucha, como lo hicimos todos nosotros. Y ese aprendizaje no pasa por ni termina en la conciliación con la patronal.”

Y añadí como aclaración no solicitada sobre un tema que era más obsesión mía y de la que Gustavo no había hablado, pero que había sido atizada indirectamete por algunos de sus comentarios

-“Hablando de aprendizaje político, yo en lo personal, no me arrepiento de lo que pensamos e hicimos en nuestro momento. Solamente lamento no haberlo hecho con más compromiso y con más energía. No creo en ese cuento de arrepentirnos de los ‘pecados de juventud’ ”.

Gustavo se apresuró a concederme este último punto. Se dio cuenta que esta vez mi comentario se apartaba extrañanamente del previsible ritual de aprobaciones. Respondió con un rápido, susurrado, e inconvincente

-“No, yo tampoco.”

Y dio un giro a la conversación para reiterarme su invitación a visitar su fábrica. Me llamó la atención que estando su fábrica tan lejos, Gustavo no ofreciera llevarme en su auto. No tenía la pretensión de un servicio tipo remise, o sea que no ambicionaba que Gustavo pasara por la casa de mi hermano a buscarme, sino que alcanzaba con acordar que yo lo esperase en una intersección citadina de su ruta y horario usual. Pero ni eso sugirió. Yo tampoco.

Miré el reloj. Tres cuartos de hora hablando por teléfono. Tiempo de cortar. Si la conversación se extendía, aumentaba el riesgo de recibir más impresiones negativas de Gustavo. ¿Qué más? ¿Ahora qué es lo que sigue?¿que los gringos son buenos? ¿que éramos radicales exagerados porque éramos jóvenes sin experiencia y no entendíamos?; ¿que la mezquina realidad no es tal sino que es razonable, que hay que aceptarla con pragmatismo?; ¿que ahora no es como antes y que hay que renunciar a la verdad y a la justicia porque la gente ahora mira para adelante y no quiere saber del pasado? ¿que los compañeros comprometidos que siguen en la lucha son dinosaurios y que los traidores son renovadores? No quería más desilusiones.

Me despedí con la promesa de que iría a visitar la fábrica. Lo prometí para “un día de estos…”, que es el eufemismo que usamos los uruguayos para borrarnos de cualquier compromiso. Al igual que él, me olvidé completa y convenientemente de concertar una reunión en un bar para pizzear y cervecear.

Colgué el teléfono y froté mi oreja izquierda, que ya estaba transpirada e irritada de tanto teléfono. Una primera conclusión egoísta cruzó mi mente: “Gustavo, sos un verdadero nabo si creés que me voy a gastar no sé cuántas horas viajando 30 km de ida y 30 km vuelta subiendo y bajando de varios ómnibus, desafiando pungas y chupando frío y lluvia, para visitar “tu” fabriquita y halagar tu ego. Mejor me paso todas esas horas conversando con mi familia alrededor de un buen café.” Pero seguramente Gustavo no lo creía, y por eso lo de la invitación reiterada pero sin aterrizaje.

Mi hermano bajó del estudio y aproveché a decirle, riendo, que había estado enseñándole a hablar al teléfono. Compartimos la risa y mi hermano comenzó a preparar otro café. Mientras él puteaba con gran creatividad tratando de desenroscar la base de la cafetera, me puse a resumir para mi magín el perfil del Gustavo actual: “así que, Gustavo, sos gerente en una fábrica de cepillos y probable alcahuete del patrón, para vos la universidad pública de la que sos egresado es una porquería porque no enseñan cepillos, hacés que los niños de las escuelas te junten las botellas de plástico para abaratar tu producción y les das a cambio unos putos cepillos que no sirven ni para revender, has seleccionado tus actuales amigos entre los más indiferentes o derechistas de la Facultad de los 70, y los obreros de tu fábrica son unos radicales salvajes, unos inconscientes, que la tienen contra la maquinaria y son unos giles porque no se dan cuenta que tienen el mismo interés que el dueño….”

¡Qué suerte que escribo con lápiz en mi agenda! En efecto, tengo prohibidos los bolígrafos cuando se trata de mi impecable agenda horario perpetua. Me felicité por mi previsión y flexibilidad. Entonces, con la determinación y concentración de quien cumple con un deber manifiesto, tomé una goma y empecé a borrar de mi agenda el nombre y el teléfono de Gustavo.

Jorge González Pérez

Santa Fe de Bogotá, Colombia. Junio 2009.

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