MARIO LANDABURU:
El Sentido del Coraje Civil
Si uno tuviera que hablar del humor del General San Martín, estaría fuera de lugar, hablaría de su probidad y seguramente de su coraje, en realidad, como dirigía un ejército, el coraje se traduce en términos de audacia de la táctica.
Pero hablar de un General de los derechos civiles, humanos, sería una contradicción.
Aunque, si esta imagen se impone al pensar en él, debería buscarle un sentido.
¿Qué fue la existencia de Mario Hugo Landaburu?
En pocas palabras, un general gigantesco como Frankestein, cuya arma principal era la risa que se escuchaba tronar desde el fondo del abismo.
Y cosa tan extraña, tierno hasta el infinito con los compañeros, dueño del fogón de las anécdotas, así a cara descubierta, grande y barbudo hizo temblar a los burócratas cómplices enfrentando en propia cara a todo genocida en ejercicio.
Quiero decir que no es tan irreparable que se haya muerto porque cumplió en vida todo lo que la Revolución podía pedirle a su persona privada y nuestro terrible siglo pasado se compensa con haberlo tenido en sus entrañas.
Así que luego de muchos años me encuentro con la semi tristeza de que no escribo mejor que antes, y lo mejor que tengo para atestiguar sobre Landa, es la experiencia íntima de la prisión compartida, cuando yo era un estudiante y él ya un gigante y tuve el privilegio de compartir la prisión con todos esos compañeros, porque no hay Landa que se pueda pensar sin compañeros, y ser uno de los pocos que sigue vivo.
Y, mientras pasaba lo que pasó, lo fui anotando como en un diario íntimo, y aquí está en el Capítulo XVI de Morir en París, para vivirlo a su lado, como si uno se transportara dentro del pabellón de la cárcel de Devoto en 1969, durante la dictadura de Onganía y él todavía vivo estuviera haciendo lo que hacía.
Tobal
XVI. La intimidad de los verdugos
Espiando por el tragaluz del pabellón, un negrito hachero de La Pampa, cuya familia –en el monte- no supo que lo llevaron preso, se dio cuenta de que los martes temprano, a la mañana, cuando nuestras mujeres entraban a la cárcel para depositar viandas y cartas, recorrían fugazmente el sendero descubierto que va desde la playa de estacionamiento hasta la oficina interna donde dejaban los paquetes.
Entonces, cuando se aproximaba el momento, alguien se trepaba en el pasante alto de la cucheta lindera a la claraboya, reconocía a la mujer o madre que estaba pasando e iba nombrando al preso correspondiente.
Éste se escabullía hacia el patio de recreo, apoyados en el alambrado podíamos ver a la distancia y ser vistos por ellas.
Acontecía fuera del horario autorizado y apoyábamos todo el cuerpo sobre el alambrado. Intercambiábamos miradas sigilosas.
Las mujeres, mientras caminaban, regulaban el ritmo de modo de prolongar la visión sin que los celadores se percatasen. Una ramita de oro flotando en lo invisible.
La Maga se veía patética con esa banda de tela que les obligaban a engancharse en el borde, para estirar las polleras y poder circular dentro del penal, sin mostrar ningún pedazo de pierna apetecible.
Estaba adelgazando.
Me miraba con una tristeza que yo no alcanzaba a descifrar. Parecía una viuda italiana soportando una culpa ignorada. Era increíble la potencia que llegaba a adquirir la mirada. Divisaba cada rincón de su piel, leía el lenguaje de todos sus gestos.
La situación era esencial, ¿cómo explicarte?
No sólo por amor.
Si prestás atención, notarás que a los presos se le apoca la mirada, bajan la voz. Es por la carencia material de horizonte, el mundo se achica, concretamente. Entonces, la posibilidad de mirar a lo lejos hacía a la dignidad.
Ellas eran nuestras visitadoras oficiales.
Cuando ingresamos nos habían ordenado que llenásemos un formulario con la lista de nombres propuestos para que vinieran. El Colo me advirtió:
-El que pongas en la lista queda ligado a tu destino.
Los presos lucíamos aspecto uniforme de crotos gesticulándole al viento.
El tráfico de internos caminantes se entremezclaba en el recreo. Avanzábamos en parejas, desde el alambrado a la pared, de un alambrado a otro, ida y vuelta.
Nos cruzábamos con distinto apresuramiento. Alguno se detenía con la cara fija al sol.
Luego de las dos horas, terminaba el recreo y el patio se quedaba solo.
Lo más difícil al principio, te confieso, era tener que ir al baño en público: decirte ir es un eufemismo, porque el inodoro estaba elevado, plantado en el sitio más visible del pabellón.
Lo instalaron ahí para que siempre sintamos la mirada del guardia.
El hall intermedio entre el F y el G, nos convertía en panóptico: cada resquicio del pabellón podía ser vigilado por el guardia desde afuera, a través de la reja con un mero movimiento de ojos.
La luz estaba encendida las veinticuatro horas.
Hubo noches en que me desperté, se veían cuerpos gimiendo a destiempo, un dormir roto como si remaran o tuvieran hambre.
Los bultos de un campo yermo cuando terminó la batalla, la antesala de la inútil espera.
El vigilante que nunca dormía, se paseaba del otro lado. Alguien discutía en sueños.
La sombra de las cuchetas se estiraba sobre las baldosas.
El Gordo, sin embargo, actuaba con el desparpajo que usaría estando solo, estaba sobre el escenario de un teatro vacío. Andaban juntos, con el Colo, todo el tiempo, eran opuestos complementarios como Abbot y Costello.
Cuando el gobierno mandó ocupar el edificio de la Federación Gráfica Bonaerense, lo habrás leído, metió preso lo que pudo encontrar.
Bueno... se encontraron todos acá, circulaba un semanario de la CGT de los Argentinos, recibían cartas de Ongaro que estaba aislado en la cárcel de Caseros y recurría a faraónicas citas bíblicas para armonizar su línea combativa con la de Perón. También, pusieron adentro a algunos empleados del vandorismo (no sé por qué), reciben de Perón sus propios alientos. El Gordo dijo:
-El peronismo tiene tantas caras que engloba a sus propios traidores.
Pero, en el trato, era distinto un traidor a un delator; o un fascista.
Una vez en la Sala de Abogados hubo confusión
en la entrega del correo secreto que traían los abogados.
El Gordo volvió conteniendo la risa, traía varias cartas metidas en la panza. No dijo nada, le hizo una seña al Colo y estuvieron mucho tiempo trabajando camuflados entre las cuchetas.
Se había escamoteado la última carta de Perón a los vandoristas y también una de Ongaro. Junto al Colo, invirtieron los destinatarios de las respectivas cartas, falsificando parte del texto.
El Gordo tenía un plan, explicó:
-Perón tiene como táctica decirle a cada uno lo que quiere escuchar. Autoriza, o simula autorizar, a cada fracción contraria a actuar según sus intenciones.
Después de la falsificación, el Gordo hizo circular las cartas como si vinieran de afuera.
Al invertir los destinatarios y acomodar el contenido, resultaba que Perón le ordenaba a los vandoristas, que eran colaboracionistas de Onganía y alimentaban, en secreto, un peronismo sin Perón, impulsar la huelga general por tiempo indeterminado en pro de su retorno.
Y a los combativos, les pedía desensillar hasta que aclarase.
Lo más difícil fue encontrar las citas bíblicas que justificaran la extraña conciliación que iban a encontrar en la simulada carta de Ongaro, sometiéndose al General.
El conflicto iba a saltar cuando los destinatarios, obedeciendo las instrucciones, argumentaran en público el cambio radical de rumbo y trataran de mantener la coherencia con sus posiciones anteriores.
Desde nuestras cuchetas espiábamos, reprimiendo la risa, las agitadas reuniones de bloques, que se sucedían entre las camas, en voz baja y con pronunciadas gesticulaciones, luego de que recibieron las cartas.
Fíjate lo que estoy leyendo: Milena Jesenská, la amante de Kafka, estaba presa de los alemanes en el Campo de concentración para mujeres de Ravensbrück. Su salud terminó aniquilada.
Hacía algo arriesgado que cuando me enteré me pareció extraño: violaba inútilmente pequeñas normas de comportamiento cotidiano que los nazis reglamentaban con meticulosidad.
Ahora sé, esas transgresiones son rincones de libertad gracias a las cuales uno se mantiene entero. El resto es cuestión de tiempo, de técnica o de recursos materiales.
Te lo digo pensando en nuestra diminuta escapada al alambrado para divisar el paso de las mujeres.
Era distinto a las visitas semanales que estaban dentro del régimen. Supe, a partir de la ironía del Gordo que los guardias nos temían. El Gordo mostraba un humor que rendía frutos inmediatos.
La ironía servía para negociar con el enemigo.
Cualquiera podía quedar hecho una caricatura.
No era lo mismo Dimitrov que Richard Sorge que era espía. Cada compañero arrastraba un mundo, la revolución necesitaría una fábrica de estos hombres poderosos distribuidos por el territorio.
El gobierno preparó las cosas con tiempo.
Decretó el Estado de Sitio y en una operación militar los encerró velozmente a todos juntos.
¿Qué pasaría si el movimiento fuera inverso y estos se sueltan, crecen y se organizan?
En la mañana de un martes, los funcionarios de la prisión descubrieron nuestra escapada al cerco de alambre: lo único que hacíamos era cambiar con las mujeres miradas a la distancia, algún imprudente aislado pudo haber lanzado un grito que se perdió en los jardines; y ellas demoraban el paso prolongando el instante.
De inmediato las autoridades clausuraron la puerta y mandaron una especie de pelotón que impedía la salida y suspendieron en la mitad la entrega de paquetes. No se habló.
A la semana siguiente, alguien consiguió trabar la puerta del patio para que pareciera cerrada pero que pudiéramos abrirla.
A la señal, salimos en malón hacia el lugar prohibido, las mujeres estaban a la vista.
Hubo urgente movimiento de guardias.
Teléfonos que sonaban.
Estaban consultando, suponíamos que iban a tratar de evitar una situación de represión abierta por la repercusión externa.
Efectivamente, vinieron a parlamentar.
Entró un señor bajo, más bien calvo, de ojos saltones como si tuviera un problema de tiroides, bigotes muy angostos recortados por sobre los labios, alguna tintura anticanas.
Lucía uniforme verde musgo, cantidad de charreteras y cordones rojos, anaranjados desde la hombrera hasta la axila, el torso recto.
No pudo habérselo puesto para la ocasión.
Era la máxima autoridad de carrera dentro de la institución, sin contar el Director que vestía de civil.
Entró rodeado de pocos guardias, como diciendo:
-Muchachos, por favor, ¿qué están haciendo?
Uno podía sentir el honor de su cordialidad, la magia de las relaciones diplomáticas.
El funcionario estaba conversando en medio de los presos viejos. En estos casos siempre se empieza por las razones formales. Estaba Calypo, un gigantón de la Gráfica, especie de Troilo grandote, canoso, oscuro, de dedos larguísimos que lo medía desde arriba. Ongaro era la mística, pero la organización del sindicato era Calypo.
Tenía la costumbre de despertarnos muy temprano para sostener el ánimo, nos gritaba:
-¡Pichinotos!
El pabellón arrancaba como un tren a la hora que él decía y nadie se molestaba por eso. Al carcelero le tuvieron que haber avisado:
-Si te mira, cuídate.
Ferrarese de Farmacia, ladero de Di Pasquale dormía en nuestro pabellón.
Estaba con musculosa. Calvo y peinado a la gomina; se rascaba la panza, pensativo.
Seguía con los elementos de hacer mate en las manos. Di Pasquale, astuto y jovencito, desde su pijama celeste, se reía ante la cara inquieta del funcionario. Landaburu, el abogado preso de Ongaro; alto y gris, miraba desde atrás.
La barba manchada de nicotina, le faltaban dientes adelante y la voz le salía algo seseada. Jugueteaba con un cigarrillo apagado para dejar de fumar.
Tenía por costumbre reírse de pequeñas ocurrencias, luego las repetía para sí, por lo bajo, y se volvía a reír.
Algo irresponsable, discutía con el Gordo si bautizar al señor de “Sapo Cancionero” o “Pájaro Arañero”.
Te conté que llevaban registro de todos los sobrenombres; creo que hablaban alto a propósito. La tensión se cortaba con un hilo.
En eso apareció Sebastián Borro, no sé si te hablé de él. Mediano, desgarbado, voz de tango, tampoco se sacaba el pijama. Arrastraba las pantuflas de tela de toalla y los presos fueron haciéndole lugar para que avanzara.
Llevaba el pucho entre los dedos con el brazo elevado en V, como si quisiera ahorrarse el movimiento de bajarlo. Fue de los que puso el pecho en la Libertadora.
Imagínate esa pintura de Goya, que es como una instantánea, en el que un hombre desafiante, abre sus brazos frente a la boca de los fusiles militares. La escena está dominada por el blanco de su camisa, que inmediatamente -pero fuera del cuadro- va estar inundada de sangre.
Sindicalista de los Mataderos y diestro con el cuchillo. En la época de Frondizi, participó en la dirección de la huelga de los frigoríficos.
Les aplicaron el Plan Conintes. En un momento, Frondizi los llamó a negociar. Estaban reunidos en la Casa Rosada y Borro, le dijo al Presidente:
-¡Usted es un hijo de puta!
El Presidente se tomó tiempo paras pensar, luego con la mano sobre los papeles, contestó:
-Eso no está en discusión...
No distinguí exactamente las palabras que intercambiaban con el funcionario, el grupo a su alrededor se había hecho compacto y no pude filtrarme.
Había algo claro: a ellos, dejar que miremos no les costaba nada. Por los gestos, pareció que el señor quiso mantenerse firme y del otro lado del alambrado, simultáneamente, se desplegaron guardias.
Las mujeres observaban a medio camino con los paquetes en la mano. El filo del silencio pareció detener el tiempo.
Todo se vio paralizado mientras Borro lo miraba en diagonal, como midiendo el intersticio por dónde meter la cuchilla y le dijo:
-¡Usted es un verdugo!
Le arrimó la boca grande, la cara de Borro tenía algo de pato, el Funcionario lo debió haber vivido como un sapo que de golpe le salta al cuerpo.
Su calor lo tomó de sorpresa. El penitenciario era más petiso y Borro, al hablar, le despedía saliva a la altura de los ojos. Borro le espetaba, se le enronquecía la voz, no le alcanzaba la garganta para argumentar tanto desprecio.
Finalmente en un disparo de sinceridad, Borro encontró la palabra, le dijo:
-¡Verdugo! ¡Verdugo!
Cogido en una intimidad inesperada, el funcionario perdió la compostura.
En esos segundos se escucharon los latidos de las intenciones; y al señor -preso de las miradas, de las respiraciones y los alientos-, una sombra vacilante le inflamó las protuberancias de la cara.
De repente se sintió rehén de oscuros resistentes peronistas y no tan peronistas. Estaba desnudo en medio de la ceremonia, titubeando algunas palabras incoherentes, arrepentido de haber entrado, fue acercándose de espaldas a la puerta intermedia.
Se apuraron en echar llave a las rejas, detrás de ellos. Hicieron salir a las mujeres. Retiraron las tropas. Desaparecieron los guardias de los corredores.
Éramos, es un decir, dueños del sitio.
Comenzamos a cantar, nos abrazamos. Los compañeros sacaron los platos de aluminio para golpear contra las mesas.
Hacían ruido con lo que sonara, lo que se llama una murga: cuarenta gritan en un canto y otros cien del pabellón de enfrente. Raspamos las rejas al ritmo y aparecieron más elementos. Se iban sumando los habitantes de celdas vecinas.
Luego se distinguió llegando desde lejos, cada vez más y más clara, la voz de los presos comunes:
-Onganí-Onganí-Onganí-aá: La puta que- te parió
Te voy a contar: desde que recuerdo, juego con la idea loca y errante de que soy al mismo tiempo otro. Pienso en los secretos que papá renegó en Nueva York.
Cuando era chico, no terminaba de compenetrarme en el hecho de ser alguien. Tampoco puedo dejar de saber que caí dentro de una historia por venir que estoy viviendo desde el comienzo.
Me aparece, en medio del barullo, la imagen de un hombre de edad indefinida que sale a navegar.
En la bahía, la brisa le acaricia la cara.
Sus sentimientos van repartidos en la marca de espuma revuelta que va dejando la lancha al alejarse.
Por alguna razón se ubica esta vez en la proa tensa sobre el agua. Necesita erguir el cuerpo como una bandera y recibir el abrazo del viento completamente en el pecho.
Detrás de los hombros, dos manos se van filtrando
del libro "Morir en París", de Carlos Tobal, editado por Libris (Longseller)
ToBaL - postaporteñ@ nº694 - 2012-01-07
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