jueves, 18 de agosto de 2011

CHAMUYO CON EL FUTBOL QUE SIEMPRE VA CONMIGO


ESPECIAL

Número 605 |

Agosto 17 de 2011 | Año 6º



A Propósito de "Mundialito"



“Dame fútbol, quiero fútbol / pasión que nunca se agota

Dame fútbol, quiero fútbol /que arregla las almas rotas”

(Ignacio Copani)



En el mes de noviembre se estrenó en salas de todo el país “Mundialito”, una película que combina materiales de archivo y documentales para, desde la retrospectiva del tiempo, indagar en los pormenores del evento así llamado, organizado por la dictadura entre diciembre de 1980 y enero de 1981.

Lamentablemente, dejé pasar el tiempo del estreno y hasta el momento no pude conseguir el video que la reproduce.

Por lo mismo, voy a hacer algo que nunca hice, esto es, comentar una pieza sin haberla visto o leído.

En rigor, se trata de un detalle menor, en la medida que no es la película lo que quiero comentar, sino un testimonio que sirvió eficazmente de promoción al citado filme, a saber, el del “Cabeza” Marcelo Estefanell, que narrando la reacción colectiva vivida en el Penal de Libertad luego del gol de la victoria convertido por Waldemar Victorino en la final contra Brasil, expresa:

“Fue la única vez en 13 años de preso en que presos y soldados festejamos algo juntos”.

La introducción del testimonio de un preso político en una documental que escudriña en un acontecimiento deportivo y social acontecido tres décadas atrás es un hallazgo y hace tanto al mérito de la película como a su intento de aportar una visión integradora del fenómeno.

Ese hallazgo fue muy bien explotado, al punto que en la televisación de los partidos del campeonato apertura, la frase del Cabeza, con el nombre del autor, aparecía insistentemente sobre la pantalla. Por añadidura, casi toda la propaganda del filme ponía en primer plano la frase del prisionero, que daba cuenta del inusual festejo que supuestamente se vivió en el Penal.

A medida que uno se va poniendo viejo, comienza a abominar del racionalismo y el dogmatismo de los años juveniles.

Confía más en la intuición y algo me decía que lo de Marcelo (por lo demás, un compañero sin tacha) no me gustaba.

Fui al diccionario de la Real Academia Española (RAE) a buscar el término “junto” y como adjetivo lo hallé equivalente a “unido, cercano”.

Como locución propositiva, lo definía como “en compañía”, o lo que es más sugestivo: “en colaboración con”.

Si alguna duda tenía sobre lo que mi querido compañero quería interpretar de aquel inusual festejo entre “presos y soldados”, en una columna que el Cabeza escribió para un portal de Internet (www.180.com.uy) encontré una formulación más extensa :

“En el Mundialito del ’80, pese a que fue inventado por la dictadura y pensado como broche de oro de un plebiscito que nunca se imaginaron perder, en la final contra Brasil, cuando el gol del triunfo hecho por Victorino consagró el título de campeón, por primera vez, presos y carceleros, durante diez segundos gritamos juntos un gol.

El fútbol, ese milagro social casi inexplicable, nos hermanó por un instante”.

En lo que a mi refiere, la apelación a la “hermandad”, aunque más no fuera por “diez segundos”, fue la enmienda que empeoró el soneto, ya que la inmisericorde RAE la define como “amistad íntima, unión de voluntades”, o, peor aún, como “gente aliada y confederada”.

Como era de esperarse, esas inocentes expresiones de Marcelo encontraron exégetas dispuestos a ir más allá, interpretando esos dichos, refiriéndose a “el fútbol como movilizador de emociones y sentimientos, de reencuentros y unidad”(www.vivocablecolor.com.uy).


O, dando palos para nuestro sufrido gallinero, diciendo que “era la primera vez que presos y carceleros festejaban juntos un acontecimiento que muchos decían era solo ‘pan y circo’”(www.arte7.com.uy).

Lo risueño de esto es que, cuidándome de incurrir en comunes paranoias, ese “muchos decían era solo ‘pan y circo’” va dirigido al personaje que en “El hombre numerado” (celebrado libro de Marcelo Estefanell) emitía ese juicio acerca del Mundialito, y que para mi desdicha soy/era yo (como decía el “Loco” Macario:

“Que rigor, que hasta los mirones cobran”).

El 12 de diciembre del año pasado, desde el diario argentino Página/12, la periodista Mariana Mactas profundiza la versión del alborozado y fraternal festejo diciendo:
“…tupamaros en cautiverio que pasaron de negar el campeonato (“pan y circo”) a abrazarse con sus carceleros festejando un gol”.


De seguir revisando el pasado con esta celeridad pronto estaremos recordando el sabor de los besos que nos dimos.

En semiótica, la “ambigüedad pragmática” se produce cuando una palabra, sintagma u oración es susceptible de dos o más significados o interpretaciones.

El referido es un caso típico.
Se introduce una “ambigüedad pragmática” en una noción que hasta ese momento no admitía discusión (en este caso la radical ajenidad entre víctimas y verdugos) y admitida esa intrusión (en este caso la palabra “juntos” o el concepto de “hermandad”), se abre la puerta a otras palabras que hubiera sido inconcebible que asomaran sin la cabecera de puente creada a través de la ambigüedad inicial,
por lo que no es sorprendente que tras ella
desembarque la tropa de los “reencuentros”, de la “unidad”, y de los “abrazos”.

Este tipo de operativas obran como la imperceptible deriva de las placas tectónicas, que configuran y desconfiguran los continentes de la memoria, sin que podamos darnos cuenta, desde la finitud de nuestra percepción, de que algo está cambiando, no sólo en la materialidad del suelo que pisamos, sino en la propia historia que precedió y explicitó al presente.

En consecuencia, y siguiendo al pie de la letra a mi hermano Marcelo, cuando titula “Quién calla, otorga” auna columna en la que condena la violación a los derechos humanos en Cuba, me creo con derecho a realizar algunas precisiones, en buena medida porque creo que estas construcciones subjetivas sólo son posibles si los protagonistas guardan silencio

En primer lugar, es preciso decir que el gol de marras no fue el único que se gritó en el penal de Libertad de manera unánime.

Recuerdo en particular el tercer gol de “Cascarilla” Morales en la hora contra Colombia, en un 3 a 2 como local que no impidió que quedáramos afuera del Mundial de 1982.


El hecho de que las menciones a otros antecedentes sean tan magras, no sólo tiene que ver con la discrecionalidad con la que se irradiaban los partidos de fútbol en el Penal, sino también con las paupérrimas performances de la selección de esos tiempos.

No obstante, existieron otras ocasiones en que tanto los carceleros como los presos gritaron (unos del lado de afuera y otros de adentro de la celda) los goles de Uruguay.


Recuerdo particularmente la conquista del X Sudamericano Sub-20 por parte de la celeste. También el 11 de octubre de 1981, gritamos por unanimidad el gol de Carlitos Berrueta en las semifinales del final Sub-20 de Australia, minutos antes que Romulus Gabor (Balón de Oro de aquel torneo) nos vacunara por partida doble dejándonos fuera de la competencia.

A propósito de ello, quiero mencionar un hecho que sucedió pocas horas después de aquella eliminación, en la madrugada del 12 de octubre y que ha sido cuidadosamente silenciado.

En esa oportunidad, el silencio difícil de describir que tienen las cárceles por las noches, se rompió con el ruido de los cerrojos de las celdas, con el estrépito de objetos rotos, con voces de mando, con pasos y corridas.

El tumulto no era en el 2º Piso, sino en el 3º, ocupado íntegramente por los presos comunistas.
Encaramado en la mesa de cemento pude ver parcialmente lo que allí sucedía.

Habían sacado a los presos de las celdas sin darles tiempo a vestirse, poniéndolos de piernas abiertas con las manos contra la pared.

El estruendo que se escuchaba indicaba que se estaba procediendo a destruir sus escasas pertenencias.

El operativo de demolición –al que se añadió el maltrato físico- duró al menos una hora.

Al otro día pudimos comunicarnos con los “primos” por la ventana y nos narraron lo acontecido.

Todo se redujo a buscar un chivo expiatorio y lo hallaron entre los presos comunistas, tal vez porque en algún lugar de su oscuro cerebro, los cancerberos los identificaron con Rumania y con los goles de Gabor.

En esta oportunidad, pese a que presos y guardianes gritaron el gol de Berrueta, no existieron apelaciones a la “unidad”, ni a quiméricas “hermandades”, ni los preconizados “abrazos” y brilló por su ausencia “ese milagro social casi inexplicable” (…)“movilizador de emociones y sentimientos, de reencuentros y unidad”.

Dicho esto, quiero hablar de fútbol, de la pasión que nos acompañó durante todo ese período, que nos permitió hacer más llevaderos aquellos años que parecían interminables, que fue clave de cultura, pero también que significó –hoy lo veo con claridad- una formidable herramienta de resistencia.

Bailarín compadrito


Para quienes compartimos durante más de una década el cautiverio en el Penal de Libertad, el fútbol era una emoción sólo comparable a la visita quincenal en la que, vidrio por medio, nos comunicábamos con nuestros familiares durante media hora.

A esa sublime y por lo general frustrante experiencia, se añadía la de quienes teníamos niños chicos, que gozábamos del privilegio (o del derecho, aunque ese concepto estuviera por entonces bajo sospecha) de disfrutarlos una vez al mes, también durante media hora, en un pequeño jardincito acondicionado al fondo del locutorio.

La reconstrucción de la historia del fútbol en el Penal de Libertad es asunto abstruso, ya que la fragmentación en áreas, pisos, sectores y alas, a la que procedieron sistemáticamente las sucesivas direcciones del establecimiento, condujo a que sea imposible tener una visión global de lo que sucedía en los distintos compartimientos.

Para entender esto es preciso tener en cuenta que el Penal contaba con cinco pisos, a los que se agregaron posteriormente cinco barracas, emplazadas a más de cien metros de la planta central, en función de la superpoblación que sufrió la cárcel por el incremento desmesurado de la represión.

De manera paulatina, los pisos fueron separados rigurosamente en sectores (A y B) –controlados desde el panóptico central- y al interior de los sectores también se estableció con el tiempo la compartimentación entre las alas derecha e izquierda.

Por supuesto, que la estricta separación inicial entre los pisos (las barracas eran un universo aparte) se mantuvo y se profundizó, discriminando entre aquellos que los militares consideraban “peligrosos” o que llevaban sobre sus espaldas carátulas más pesadas, a quienes entendían como más “livianos”.


Consecuentemente, aquéllos que integraban esta categoría (relativamente arbitraria y manipulada, como todas las cosas que emergían de esas cabezas) podían desarrollar diferentes tareas, como cocina, panadería, jardinería u otras actividades que permitían la vida colectiva y, fundamentalmente, evadirse del encierro en la celda.

Con el tiempo, la discriminación registró otro gradiente de segregaciones.

Por ejemplo, se concentró en el tercer piso a los presos del Partido Comunista, que comenzaron a afluir en masa al Penal a partir de 1976, o se habilitó un piso para los “seispuntistas”, ese original fenómeno político que tuvo una fuerte implantación en la cárcel durante la segunda mitad de los ’70.

Por lo mismo, lo que evoco está referido fundamentalmente a cómo vivimos el fútbol en el 2º Piso y particularmente me tengo que referir al sector B, ala derecha, donde durante algún tiempo compartimos la vida con Marcelo y otra veintena de compañeros.

El 2º Piso era el de “máxima seguridad”, es decir, estaba absolutamente compartimentado del resto del Penal, no “bajaba” a realizar ningún tipo de tareas y, en términos generales, padecía de condiciones de trato más duras.

La diferencia que existía en su interior era la separación por sectores y la misma no era menor. Mientras en el sector A cada celda albergaba dos prisioneros, en el B el régimen era de soledad, lo que comportaba obvias desventajas, pero también algunos beneficios.

Este último punto tiene que ver con la especial atención que se nos prestaba por parte de los compañeros de los otros pisos, obsesivamente preocupados por hacernos llegar una palabra de aliento, por darse maña para procurarnos comida abundante, en pocas palabras, por “mimarnos” particularmente y en la medida que podían.

De esa pasta estaba hecha esa generación

En esas condiciones, si la visita quincenal era nuestra Meca, el santuario cotidiano era el recreo, una salida al confinamiento que, no obstante, estaba llena de incertidumbres.

La primera de ellas era la mera posibilidad de acceder al recreo por estar sancionado.


En general, las sanciones eran producto del capricho y la crueldad.


A veces, con pequeñas atenuaciones, se prolongaban durante meses y en general la fila de quienes bajaban al recreo estaba notoriamente raleada.


Otra categoría la constituía el “islazo” (que así le llamábamos), que implicaba el aislamiento absoluto (en general durante treinta días) de quienes caían en ese lote y por añadidura la pérdida de la soñada visita.


La “isla” estaba constituida por quince celdas organizadas en tres categorías, de acuerdo a una escala de rigores.

A las más inhóspitas las llamábamos “jaulas de tigre” y eran generalmente las destinadas a los presos del 2º Piso y a aquellos compañeros a los que se aplicaba un trato que rondaba con la sevicia.

Las “jaulas de tigre” eran un cubículo cortado longitudinalmente por una reja, que comprimía aún más su reducida superficie.

De esa manera los carceleros podían abrir la puerta de hierro y contemplar -en ocasiones hostigar- al prisionero, del cual lo separaba una reja interior.


En la celda no había nada, salvo un murito de ladrillo de un metro de altura y metro y medio de largo.


Detrás de esa pared había un agujero en el piso para hacer las necesidades y sobre el mismo un caño del que salía agua cuando la habilitaban desde el exterior de la celda.

En ocasiones, ese surtidor de agua no era abierto durante días enteros y sólo lo hacían de madrugada, de manera que el sueño del preso se interrumpiera con el atormentador sonido del agua que caía en el centro de la taza.

No había nada más, salvo el colchón, que quien habitaba la isla debía dejar fuera de la celda, para que la guardia se lo permitiera recoger a medianoche, para ser retirado a las seis de la mañana.


No eran pocas las noches que no lo entregaban y había que dormir sobre el suelo de baldosas.
Las “jaulas de tigre” eran, además, un excelente escenario para los suicidios, inducidos o directamente fraguados, como lo fue en 1981 –después del fraternal Mundialito- el de Horacio Ramos, el “Gorila” y el de otros queridos compañeros, algunos de los cuales permanecen en un lastimoso olvido.

La isla tuvo un “atleta” en el Gallego Martínez, uno de los pioneros del Penal, que pasaba más en esas instalaciones siniestras que en el celdario.

Eso era debido a su condición de militar (de la que nunca renegó) y a esa rebeldía ejemplar que siempre nos aportó aliento.

En una ocasión, tuve un incidente con un oficial y marché a la isla durante treinta días

Ya estaba allí el estoico “Capitán”.

Lo escuchaba en la celda 13, ubicada junto a la 12, en la que yo estaba, caminando –como yo también lo hacía- en diagonal los cuatro pasos que el espacio habilitaba y silbando obsesivamente “Bailarín compadrito”, interrumpiéndose de a ratos para responder altivamente los intentos de cargada de los oficiales que venían a tomarle el pelo, la mayoría de ellos ex subalternos suyos o de promociones inferiores.

Cumplidos mis treinta días de aislamiento volví al celdario, hasta que veinte días después, no recuerdo si por una razón baladí o simplemente sin razón alguna, volví a ingresar a la misma celda 12, teniendo pared por medio nuevamente al Gallego, invariable en su resistencia y en la melodía espasmódica que le ponía ritmo.

Volvieron a transcurrir otros treinta días con sus correspondientes noches y de nuevo retorné al celdario.

El Gallego siguió confinado unos días más, completando los 97 días, luego de los cuales, colchón al hombro, transitó el camino hacia el celdario con una espléndida sonrisa en su cara franca.

Años después, en 1998, el mismo día en que Francia aplastaba a Brasil en la final de la Copa del Mundo, el Gallego se marchaba para siempre.

El día anterior, intempestivamente, su sufrida aorta se abrió a lo largo, sin dejar espacio para la sutura. Lo acompañé con su hermana María Elena, desde la antesala del CTI, sé que le llegó mi saludo y que me lo correspondió.

Al día siguiente, sonó mi celular cuando esperaba el ómnibus en la calle Millán y el otro lado me trajo el llanto de la hermanita que me lo dijo todo.

Es uno de los tantos remordimientos que aún guardo.

Le corté, me senté en un murito y miré al vacío un rato largo.

No quise ver al “bailarín compadrito” dando su última y definitiva corrida.

La Edad de Oro


La mención a esos obstáculos que había que rebasar para llegar al recreo diario, así como el progresivo fraccionamiento de la cárcel en áreas, pisos, sectores y alas, resulta un requisito obligado para llegar al fútbol.

En el período de tiempo en que en Uruguay se jugó el Mundialito (entre el 30 de diciembre de 1980 y el 10 de enero de 1981) la estructura unitaria que había tenido el Penal de Libertad a poco tiempo de haber sido habilitado como lugar de reclusión para los presos políticos (la primera tanda llegó el 30 de setiembre de 1972) se había fragmentado en aproximadamente treinta aldeas aisladas entre sí, lo que impide reconstruir una historia que sea síntesis y resumen de todos esos segmentos

Por lo tanto, lo que se pueda decir sobre la vida diaria de cada uno de estos módulos está inevitablemente condicionado por el escorzo que da la perspectiva.

Lejos había quedado la “Edad de Oro” del fútbol del Penal, en la que la compartimentación no iba más allá de la definida por la pertenencia a uno de los cinco pisos

Por lo demás, no existía la división en sectores ni en alas, las sanciones eran episódicas, carentes de concierto y sistematicidad y el momento en que los presos rompían filas para disfrutar del recreo, era tan jubiloso como aquél tan bien descripto por la poética de Serrat:
“y uno es feliz como un niño, cuando sale de la escuela”.

El escenario del recreo eran cuatro canchas alambradas dispuestas frente al celdario.

Una era la de basket, que tenía sus cultores e incluso algunos jugadores de selección (como la Gata García, Carlitos Haller o Bernardo Larre Borges); la segunda era la de voleibol, que tenía la curiosa particularidad de no ser tal, ya que casi nunca estaba habilitada la red correspondiente.


En cambio tenía un aro soldado en la punta de uno de los caños que sostenía la red, por lo que en ocasiones servía para practicar basket alrededor de ese único aro.


El hecho de que el sostén del aro fuera al mismo tiempo el de la inexistente red de voleibol, hacía explicable que a media altura hubiera un gancho destinado a amarrar la red de marras.


Ese artefacto cobró notoriedad cuando Pedrito Ríos, al cabo de un salto felino, se enganchó en el adminículo, abriéndose el escroto desde el perineo a la punta del capullo, con tal fortuna que logró salvar las joyas del tesoro y todo se arregló con un rosario de puntos de sutura y la paciencia con que tuvo que soportar durante meses bromas alusivas.

Las otras dos canchas eran de fútbol y respectivamente las denominábamos la “chica” y la “grande”.

La primera estaba inmediatamente frente al celdario y si a alguien se le ocurriera ponerse en exquisito, le encontraría el defecto que tenía una pendiente que inclinaba pronunciadamente uno de sus flancos contra el alambrado perimetral

La cancha grande estaba al fondo, en el linde con una torreta de control y relativamente cerca de ese territorio para nosotros desconocido sobre el que se emplazaban las barracas.

En la “Edad de Oro” la concurrencia a esas dos canchas (particularmente a la grande) era nutrida, exacerbada por el hecho de que en aquellos orígenes, la elección de la cancha a la que se concurría era optativa.

Incluso se había formado una Liga de Fútbol y Julito Ricardi -un obrero de la bebida que poseía la formalidad que suelen tener los trabajadores cuando de fútbol se trata- negociaba la integración de los equipos durante el recreo, apuntando a sus integrantes en una carpeta, tratando de buscar un equilibrio de potenciales que inevitablemente dejaba descontento a todo el mundo.

La superabundancia de players y el desnivel de sus aptitudes era tal que Julito propuso armar dos categorías:
la primera, integrada por los jugadores más dotados, y la segunda la de los “chuminga”, que concentraba equipos cuyo cotejo podría haber competido ventajosamente con un aguafuerte de Goya.

Del magín de Julito y de su paciente tarea componedora salieron los equipos.

El más fuerte (en el que tuve el orgullo de jugar) fue acusado por el Pelado Balmelli (un portuario duro, histrión y gran compañero) de ser el cuadro oficialista” y ese nombre le quedó.

Por supuesto, para fundamentar ese infundio el Pelado urdió una estrafalaria patraña de la que Julito Ricardi, supuestamente chantajeado con yerba, tabaco y una revista deportiva, salía muy mal parado.

Un chascarrillo digno de un psicoanalista porque el “Coca Cola” (que así le decíamos por su condición de refresquero) podía soportar que se le pusiera en tela de juicio en cualquier esfera, menos en la referida a su moral deportiva.

Es memorable también la fuerza que le hizo al cuadro oficialista el de la “Difunta Correa”, liderado por el Chiquito Beca, que para animar a sus huestes les hacía besar una medallita hecha en guampa, supuestamente bendecida por la santa. Con anterioridad a cada partido, los jugadores del equipo se reunían y besaban con devoción la imagen, con excepción del arquero, que demostrando que el sentido del humor no era su fuerte, se negaba a hacerlo, alegando ser “ateo y materialista”.

Con el tiempo encuentro explicación para el relativo liberalismo que se vivió por entonces en una cárcel que progresivamente fue adquiriendo características durísimas.

Por un lado, nuestros carceleros estaban demasiado ocupados en procesar la represión extramuros para tener en cuenta el perfeccionamiento del sistema carcelario como herramienta de destrucción.

Por otro, la “Patota”, que haría su negocio criminal con el auge de la “coordinación represiva”, aún no tenía en filas militares la hegemonía absoluta que lograría a partir de 1976.

En ese sentido, hubo un antes y un después del golpe militar en la Argentina, como también hubo un antes y un después de la guerra de Malvinas y el consiguiente derrumbe de la Junta Militar en la otra orilla.

Neutralizada la oposición interna luego de la masiva represión al Partido Comunista, quedó el camino expedito para pensar la cárcel como laboratorio para el exterminio, según el modelo que explicitara el mayor Farías, el de “la guillotina seca”, refiriéndose al libro autobiográfico homónimo del francés René Belbenoit, prisionero durante quince años en la Isla del Diablo.

Los años infames

Los cambios en las condiciones en el Penal fueron notorios a partir de 1976.

Ya por entonces se había procedido a la separación a los sectores (A y B) y en poco tiempo también fueron separadas las alas (derecha e izquierda).

La compartimentación entre los respectivos módulos comenzó a ser cada vez más rigurosa y las expresas instrucciones que los carceleros tenían al respecto se manifestaban en sanciones de nuevo tipo, como por ejemplo la causal de “pretender familiarizarse con reclusos de otro sector”.

Esa “familiarización” podía ser simplemente un saludo, una guiñada o meramente dirigir la mirada a otro sector que no fuera el propio.

El maltrato se volvió habitual y era perceptible una direccionalidad planificada en los pormenores de la represión.

Se rastreaban los segmentos más vulnerables, se inducían los desequilibrios y se ponía el dedo sobre cualquier llaga que se encontrara.

El trato a los familiares se hizo intolerablemente infame, se buscaron procedimientos sofisticados para enfrentar presos contra presos y recrudeció el uso del personal médico (en particular psicólogos y psiquiatras) para los trabajos de destrucción.

Sin embargo, no se incrementaron los “flauteos”, nombre que le dábamos al traslado de presos a cuarteles para reinterrogarlos, ni los interrogatorios in situ.

Era obvio que ya no se trataba de tareas de inteligencia, sino un objetivo de control y desgaste de una masa humana que ya no constituía un problema en términos operativos, pero que debía ser constreñida, desgastada y, de ser posible, destruida a partir de sus segmentos más débiles.

A partir de ese momento, puedo referir la historia a través de los años que permanecí recluido en el ala derecha del sector B, espacio en el que se desarrollan los hechos que narra Marcelo Estefanell en el testimonio que aporta a los autores de “Mundialito”.

En el 2º B, el incremento del control y la compartimentación obligaron a una fuerte reconversión en los hábitos de los 25 presos que habitábamos el ala.

La soledad, que hasta entonces tenía espacios de apertura a través del contacto con sectores donde la convivencia era de a dos, nos volvió más introspectivos (no necesariamente más introvertidos); más lectores e incluso más librescos; más cuidadosos de la conducta individual (en esas condiciones, quedar a la descubierta equivalía a ser “boleta”) y, aunque pueda parecer una contradicción con lo anterior, más colectivistas.

Teníamos claro que en esas condiciones estaba ausente la primera muralla de contención contra el desequilibrio, que por lo común (no siempre) era el compañero de celda, por lo que había que estar alerta a las señales que anunciaban la progresión de la locura.

Esa percepción iba de la mano de otra más profunda, a saber, que la locura nos rondaba, más aún, que estaba agazapada en todos nosotros y que incluso se expresaba en muchas de nuestras convicciones.

Así, disolvíamos con ramalazos de auto ironía nuestros enfrentamientos retóricos, en torno a la contradicción principal y la fundamental; o a la tri o tetra dimensionalidad de la materia; o a la anticipación del subdesarrollo sobre la dependencia, o viceversa

Sabíamos que todo eso era parte de nuestra propia e intransferible locura y sabíamos también que no sobreviviríamos si no cultivábamos y a la vez controlábamos esa locura, compuesta de un abanico que iba desde las abstracciones delirantes a la pura inmediatez del animal que lucha por sobrevivir.

Y en la resolución de esa inestable síntesis, el fútbol ocupaba un sitial preponderante.

Había pasado la edad dorada de la liga de Julito, del juego atildado del equipo oficialista o del ímpetu místico de la Difunta Correa.

Lejos había quedado el tiempo en que éramos más de cien confluyendo en una cancha de fútbol, habiendo espacio para ligas, categorías y exuberancias de variado tipo.

De golpe nos encontramos con que éramos 25, pero también esa era una cifra engañosa.
La proliferación de sanciones, de arrestos a rigor y de verdugueos de variada índole, hacía que a la hora de bajar al recreo, la columna de los presentes fuera esmirriada.

Para empeorar la situación, con evidente puntería, los ideólogos de ese experimento concentraban en nuestro sector a tres o cuatro enfermos psiquiátricos graves (obviamente inhábiles en términos futbolísticos), a los que teníamos forzosamente que cuidar, medicar y defender a capa y espada.

Uno de los primeros efectos que tuvo esa nueva situación fue que nuestra obsesión por el fútbol comenzó a trasladarse al terreno de la pura idealidad.

Ya no se trataba de la descarga lúdica de correr detrás de la pelota, sino de hablar de fútbol, de leer sobre fútbol, de pensar en términos futboleros, en una suerte de regresión hegeliana al espíritu puro.

Sabedores de nuestra pasión, los carceleros se regocijaban haciéndonos malas jugadas.

En las contadas ocasiones en que nos tocaba descender a una de las canchas de futbol con el número suficiente para hacer un picado decente, nos hacían bajar de riguroso mameluco, obligándonos a “trillar” de a dos en fondo, con las manos en la espalda, por la cinta de asfalto que discurría frente al celdario.

A veces no nos ataban enteramente las manos y los interlocutores podían ser más de dos.
En ocasiones podían ser tres y excepcionalmente hasta cuatro.

A uno de esos trilles le llamábamos “Tierra de Campeones”.

Estaba integrado por el Tony Rossi , el Pombito Méndez, Roberto Bervejillo y el Chiquito Beca (casualidad o no, todos ellos hinchas de Peñarol).

Ponían un admirable ardor en disecar la coyuntura futbolística, predecir resultados y anticipar performances

Por lo demás, interactuaban, ya que el Tony tenía tono profesoral, Roberto era mordaz, el Pombito moderaba y el Chiqui adolecía del espíritu de la contradicción.

Tanto era así que durante algún tiempo defendió la tesis de que Maradona era un “paquete” (le decía “Bella Donna”) hasta que los hechos le demostraron lo contrario y se llamó a silencio.

Los discípulos de Onán

Nos volvimos desesperados consumidores de revistas deportivas, lo que nos llevó a internacionalizarnos.

En sentido estricto, diría que a argentinizarnos.

Por ese entonces nos llegaba una revista deportiva uruguaya muy mala, que reflejaba la declinación del fútbol uruguayo.

Como compensación, nos volvimos ávidos consumidores de dos revistas argentinas:
Goles y El Gráfico.

El problema que teníamos era que a lo sumo llegaba una por cabeza y una vez por mes, por lo que había que esperar que el preciado material completara un trayecto irritantemente lento, transportado de ventanilla a ventanilla por el fajinero, demorándose cuando una guardia verduga impedía pasar nada y con la constante amenaza de que una requisa o un mero acto de arbitrariedad rompiera o secuestrara lo que para nosotros era una Biblia sagrada.

La demora en la circulación de la revista era motivo de enojos y también de sutiles maniobras de hegemonía retórica.

Quien la había leído, en la medida que era poseedor de un saber que no había llegado al resto de los presos, era requerido, aportaba información reservada, hilvanaba largos monólogos sobre temas iniciáticos, lo que alimentaba más de una vanidad y a menudo hacía que sospecháramos sobre la intencionalidad que había tenido algún atascamiento de la revista en determinadas celdas.

La preferida era Goles, una revista que nos hacía pensar en la persistencia de una contracultura popular en un medio particularmente adverso.

Su presentación no se comparaba con la de su pariente rico, es decir, con El Gráfico, pero tenía algunos cronistas que escribían como los dioses y que, sin abandonar la temática futbolera, nos daban vislumbres de lo que sucedía en lo profundo.

Debo confesar que al rememorar esas lecturas urgentes, no discrimino entre lo importante y lo que no lo era, y recuerdo casi de manera textual algunas crónicas de partidos intrascendentes.

Recuerdo particularmente mi risa y mi deleite ante la crónica de un cotejo entre Gimnasia y Esgrima y Racing .

Era la crónica de un partido que cortaba el hipo.

Sin embargo, era una nota tan bien construida, tan maravillosamente precisa en la comunicación, que llegaba al clímax cuando el 1 a 1 en que se mantenía el match y el lleno total de las tribunas, ponía un marco irrealmente entusiasta a un partido espantoso.

Como si fuera hoy recuerdo el placer que me provocaba aquella imagen de ese partido intolerable:

“las espaldas inmensas de Di Bastiano, la prodigación de Gottfrit, los torturantes fouls de Espósito”.

Al cabo de los años me asombra cómo algo tan olvidable y minúsculo como esto se haya conservado en mi memoria como fuente de deleite.

En la distancia, teniendo en cuenta la magnitud de la tragedia argentina en esos años, recién ahora entiendo porqué no he querido ir al rescate de algunas de esas lecturas de entonces.

Tengo miedo al dolor que significaría enterarme del destino de alguno de esos muchachos que siempre sentí que escribían para nosotros.

En ese período no sólo nos volvimos internacionalistas en materia futbolística, sino también feroces minimalistas.

Sabíamos de memoria las alineaciones, no sólo de Boca, River o Huracán, sino también algunos equipos de la B argentina.

Esperábamos la siguiente edición, expectantes por el resultado del choque entre Morón y Nueva Chicago, o por el desarrollo de la complicada interna de River, o por saber a quién le había pegado esta vez la hinchada de Chacarita, o por las incidencias del clásico rosarino.

Discutíamos ardorosamente sobre el estilo del Flaco Menotti y el de Griguol, pero no faltaban los hinchas de la escuela del Narigón Bilardo o del Toto Lorenzo.

Simultáneamente, seguíamos la trayectoria de los uruguayos que iban a jugar a la otra orilla y vaticinábamos si harían historia o se quedarían en el puro farol.

Por añadidura, se nos pegaban los nombres de los jugadores.

Por esa época llamábamos al sargento de piso “Pinino”, por su parecido con el puntero izquierdo de River , Oscar "pinino" Mas, y a su sucesor (una de las peores lacras que pisó el penal) la “Pepona”, aludiendo a la Pepona Reinaldi, que había llegado de Belgrano de Córdoba a los millonarios.

A mí, por esa época me bautizaron como “Pascuttini”, por el supuesto parecido futbolístico que tenía con el zaguero de Rosario Central, al que por supuesto nadie había visto jugar, pero la imaginación tiene sus fueros.

Otro rebautizado era Wladimir Turiansky, el único comunista que estuvo durante dos años en el 2º B, rodeado de tupamaros y que se supo ganar tanto nuestro respeto como nuestro cariño.

Tan abominable jalvita como admirable compañero, Wladimir había pasado a ser “Metreveli”, remedando al habilidoso volante de las selecciones soviéticas de los ’60.

Más dudoso era el “Toti” que designaba al Tony Rossi, una apelación cáustica que le prodigó el Chiqui, relacionándolo con el Toti Veglio, fina media puntada del Ciclón que terminó su carrera en Boca, aludiendo a su supuesta condición de fiolo del medio campo, atento a la estrategia y a la distribución del juego pero sin que se le cayera una gota de transpiración.

En esa imaginería, el negro Bolita González era “Biri-Biri”, un fantasma africano que recaló en Peñarol en los ’70; el Canario Antúnez por su vehemencia era “Troncoso” y el habilidoso Negro Medina era el “Tata”, aunque esta era una referencia literaria (otro tópico común), salida del personaje de “Gran Sertao Veredas” (Riobaldo “Tatarana”), en el fantástico libro de Joao Guimaraes Rosa.

En otra oportunidad, luego que tras muchos intentos fallidos, logramos armar un nueve contra nueve en la cancha grande, al negro Bolita no se le ocurrió otra cosa que agacharse en mitad de la cancha y disimuladamente aliviar sus esfínteres.

Un milico buchón desde la torreta dio la voz de alarma y el pobre negro dio con sus huesos en la Isla.

A partir de allí, consumada la inferioridad numérica, el partido se desniveló.

El comentario final estuvo a tono con la argentinización dogmática del fútbol que padecíamos por entonces:

“El partido estaba parejo hasta que echaron a Simeone”, en referencia obvia a Carmelo Simeone, el Cholo, defensa boquense de los ’60 que no tiene parentesco con Diego Simeone, mundialista en los ’90 con la selección argentina, pero de quien este si heredó su apodo.

Un problema adicional en el período de decadencia eran los árbitros.
En la “Edad de Oro” eran superabundantes, pero cuando comenzaron a parcelarnos no podíamos darnos el lujo de perder a un jugador de cancha para dedicarlo a ese menester.

A la hora de recordar a los encargados de impartir justicia debo mencionar a Julito Ricardi, cuya ciencia arbitral consistía en dejar jugar, permitiendo que los contendientes se masacraran cordialmente sin dar un pitazo (lo que por otra parte era imposible ya que no había pito).

Pero el mejor, sin duda, fue el Tony Rossi, sobre todo por su capacidad para aguantar las puteadas que se le dedicaban en el caso de fallos polémicos.

Tanto delirio no era otra cosa que la abstracta revancha por tanto futbol concreto que nos retaceaban.

Esporádicamente podíamos conformar dos equipos comme il faut y teníamos confrontaciones en regla.

Creo que el ser humano no puede vivir sin la polarización; pero creo también que la vida se vuelve mucho más disfrutable si a esas polarizaciones se les da un sentido lúdico.

Así, fuimos agotando las posibles combinaciones antinómicas:

Peñarol-Nacional; Montevideo-Interior; guachos y veteranos; foquistas y partidistas; pares e impares. Ya no nos quedaba que inventar y esa cana venía para largo.

Así fue que una mañana esplendorosa de media estación, todo estaba dispuesto, “el pan y el vino” que glosara Benedetti estaban sobre la mesa.

Nos tocaba cancha grande, los carceleros estaban inusualmente tranquilos, no había sancionados y el corazón nos latía fuerte esperando la hora del trancazo y el desahogo.

Era el fútbol que volvía a nuestras vidas.

Entonces pasó el Beatle Ferrario (fino pintor y dibujante) repartiendo el café y el pancito de la mañana, indagando sobre nuestras opciones sexuales, que obviamente, en esas circunstancias, eran del todo binarias.

Recuerdo que interpelado sobre si me masturbaba o no respondí sin darle importancia al tema:
“A cara e’ perro”, lo que el Beatle ceremoniosamente apuntó en una hojita.

El resultado fue que sobre la base del sondeo formó dos equipos.
Como se podría anticipar de antemano, los discípulos de Onán ganamos 5 a 1.

Sin pretender ofender a nadie, creo que para empezar, en la ocasión fuimos más sinceros que nuestros ocasionales adversarios.

Como un domingo sin fútbol


“Triste como un domingo sin fútbol”, solía decir el Chiquito.

Y era efectivamente así.

Algún sábado, algún domingo, a veces sábados y domingos, los altavoces nos traían el sonido del fútbol.

Los relatores se turnaban.

A veces era Kesman, otras veces Víctor Hugo, en ocasiones Casco, cada cual con su particular modalidad, pero todos nos traían el sonido de la Arcadia, sin el cual las tardes de fin de semana invitaban a la depresión.

En lo previo y a posteriori comentábamos cada partido y anticipábamos la próxima fecha.
Sabíamos al dedillo la tabla de goleadores, la conformación de los equipos, sus puntos fuertes y sus debilidades.

Acodados en la ventana, fuimos testigos del ascenso y la caída de innumerables jugadores, ahondábamos en la estrategia de cada director técnico y discutíamos acerca de qué pieza de su equipo había que cambiar o qué planteamiento táctico hacer en función del rival.

Pero a veces los altavoces irradiaban solo el silencio y mientras nos paseábamos por la celda calculábamos por la altura del sol si el partido había empezado.

Cuando nos resignábamos a que no lo transmitirían, tratábamos de aguzar el oído para escuchar en la radio del cabo de guardia o del escopetero el grito de gol.

Esas tardes vacías era cosa de tener una buena lectura para abstraerse y olvidarse por un rato del fútbol, que se estaba desarrollando sin nuestra presencia, prendidos ansiosamente al antepecho de la ventana.

Alguna vez también pudimos escuchar nocturnos por la Libertadores, como aquel inolvidable Peñarol-Cobreloa en Santiago, con el gol del Nando Morena en la hora, o como el partido que le ganamos al Flamengo de Zico en Maracaná, con el gol de Jair de tiro libre.

Otras veces, las más, nos acompañaba el silencio.

“Las cuarenta”

Han transcurrido treinta años.

Muchos de aquellos muchachos ya son sólo memoria.

Muchas cosas han cambiado con el paso de andadura del tiempo, el mundo ha cambiado y parafraseando a García Lorca, bien podríamos decir: “pero yo ya no soy yo, ni mi casa es ya mi casa”.

En la retrospectiva del tiempo es posible recordar nuestra vida en prisión desde otros perfiles.
Ninguna de las miradas que se dirijan a ese tiempo y a ese espacio puede jactarse de ser objetiva.

De una manera u otra todas estarán infeccionadas por la propia subjetividad, por lo que hemos hecho con nuestra propia vida y por lo que la vida hizo con nosotros.

Pero también esas miradas adolecen de una debilidad adicional.
Son la mirada de la “normalidad” proyectadas sobre el espejo de la locura, de aquella “locura” que paradójicamente era lo que nos preservaba de caer en el abismo de la depresión, la degradación y la muerte en la que nos querían precipitar.

Era una “locura” caracterizada por la versatilidad, la inmediatez y el oportunismo.
Era a un tiempo dogmática y cargada del áspero y primitivo empirismo del cuerpo a cuerpo cotidiano que nos imponían.

Cuando nos privaban del fútbol, nuestras conversaciones eran de una diversidad asombrosa y esa versatilidad, que oscilaba entre las mayores abstracciones y las más groseras bajadas a tierra, era la que nos hacía sentir vivos. Intuíamos que estábamos inmersos en una guerra de movimientos y que para sobrevivir era preciso que no nos encontraran dos veces en el mismo lugar.

Así, combinábamos discusiones sobre lingüística con las últimas estupideces dichas por el vicealmirante Márquez; polemizábamos sobre quién era más grande, si Faulkner o Hemingway; al tiempo que dudábamos si los fármacos que le estaban dando a nuestros locos eran auténticos o puro placebo.

La reflexión sobre el uso de plásmidos en la investigación genética, o la gravitación del citocromo C en el origen de la vida, o la sencillez magistral de los logaritmos neperianos, se combinaban con el comentario de cómo iba evolucionando la herida en los huevos de Pedrito Ríos, o por la constatación de que el sargento de piso era puto.

Un motivo favorito de conversación era la ironización despiadada y humorística sobre la distancia que mediaba entre nuestros sueños y la realidad y en esa constelación errática, el fútbol (y también el tango para muchos de nosotros), tenía un papel preponderante.

Consecuente con esa condición, quiero terminar estas líneas no desde la monótona normalidad que me ha impuesto la vida de hombre libre, sino recurriendo a las metáforas saltarinas de aquella, nuestra otra vida, sacando de la mochila de los recuerdos, de manera arbitraria, uno de esos sucesos que componían nuestra cotidianeidad.

Una mañana, mientras esperábamos la salida al recreo alineados de cara a la pared contra la puerta de nuestras respectivas celdas, sonó la alarma y nos hicieron tirar al piso con las manos sobre la nuca.

Estaba junto al Chacal, mi vecino, sintiendo el frío de las baldosas, en el momento en que un oficial, que monitoreaba el sainete, restregó como al descuido el cuero de sus botas contra nuestras caras.

Para distender una posible reacción, el Chaca –que se nos fue hace pocos meses- masculló con la boca contra el piso: “Paciencia”

En respuesta, haciendo gala del histrionismo que tanto me ayudó en horas difíciles, en voz más alta le respondí:

“‘Que tango, hermano. Francisco Gorrindo: ‘Paciencia’, ‘Gólgota’, ‘La Bruja’ y ‘Las cuarenta’”.
El Chaca, que sabía menos de tango que la Venus de Milo, siguiéndome la corriente, me respondió en un susurro:

“Para qué más”.
No acabó de decir eso y sentimos a nuestras espaldas y desde la altura la voz: “067 y 097, tienen una sanción por hablar durante la alarma”.

Pobre gordo, por payaso le hice comer un garrón que aceptó con la bonhomía y la fraternidad de siempre.

Al principio no supe por qué la línea discontinua del recuerdo me trajo a la memoria ese incidente.

Ahora lo sé.

Tal vez sea –me digo de manera arbitraria- porque con los años vamos relativizando el espesor de realidad que tenían aquellas cosas que antaño nos movilizaban hasta dar la vida por ellas.

Recién ahora comprendo a Antonio Machado cuando decía:
“Converso con el hombre que siempre va conmigo”, pero a diferencia del maestro, no le doy a ese soliloquio connotaciones místicas

Es simplemente un cotejo del hoy con el ayer, de este hombre maduro con aquél botija alucinado que pierde siempre en la comparación, con una salvedad: era mejor persona, era más puro, más altruista.

Por lo demás, a menudo no puedo evitar pensar que no era más que un tonto al que, no obstante, no puedo menos que envidiar.
Algo análogo puede decirse de aquella tropa funambulesca y lamentable.

Con el correr del tiempo anoto más cosas en su debe, sin embargo, entre todos los pecados y pecadillos que jalonaron su pasaje por la historia, hay uno en el que no la encuentro incursa.

Ese es que, aun en los momentos más difíciles, cuando todo parecía perdido, parafraseando y corrigiendo a “Las cuarenta”, nunca, pero nunca, la vieron pasar del brazo con quién no se debe pasar”.

Ni siquiera por diez segundos.

José López Mercao

El “Negro” – Nº 097




El Negro Lopez - post@ nº 605 - 2011-08-17




No hay comentarios: